El crimen y su narrativa atravesaron la conciencia colectiva como pocos casos en la historia reciente. Qué representan víctima y victimarios.
Hay una maldad en el fondo de la noche, donde viven torturadores y chicos convertidos en bestias, donde la vida es insignificante y el deseo de hacer sufrir al otro es inmenso. A Fernando Báez Sosa, el 18 de enero de 2020, esa maldad lo mató a patadas en el cráneo. Su muerte, por alguna razón, se convirtió en parte del alma argentina, fue el caso policial más consumido desde el femicidio de Ángeles Rawson seis años antes: más de 95 mil personas se conectaron al canal de YouTube de la Suprema Corte bonaerense para ver cómo el Tribunal N°1 de Dolores condenaba a a sus asesinos.
De todas las reflexiones de por qué su muerte significó tanto para el país, la de David Mancinelli, el juez que envió a la cárcel a sus asesinos al dictar la prisión preventiva en su contra, parece la más atinada, la más sensible. Mancinelli es un magistrado joven, de 40 años, marcado por una mirada tan rigurosa como humana de la ley. El juez dijo, días atrás, en su primer reportaje a tres años del crimen:
El mensaje es simple: los ocho condenados de Zárate mataron a una buena persona y la mataron por nada, para arruinarlo, para sentirse bien al verlo morir. Si Fernando fue un símbolo de paz, los rugbiers para la Argentina encarnaron todo lo opuesto: la cultura del bullying, del atropello, de la violencia sin sentido.
Ayer, con la condena a sus asesinos, esa cultura perdió.
Perdió el mundo de los matones y patoteros, quienes hostigan a otros en los colegios por ser distintos a la norma, los que empujan a una niña o un niño a la ansiedad, a la angustia y a la depresión, quizás al suicidio. Son los mismos que al ser adultos aprovechan una posición de poder para convertir a otros en blancos y hacerles la vida imposible, porque nadie los detiene, porque algo los apaña. Es esa mentalidad, a la que el mundo adulto reacciona demasiado poco y demasiado tarde, porque el mundo adulto prepara en parte a sus hijos para una vida que se divide en halcones y palomas, en víctimas y victimarios.
Y todo ese mundo horrible se cobró la vida de Báez Sosa.
Fernando ni siquiera murió por una disputa por territorio narco, por odio de cancha o por una guerra de tribus urbanas, por una ideología. Murió por un trago volcado en una camisa. Peor todavía: a Fernando, sus asesinos ni siquiera le dieron la chance de una pelea limpia, lo esperaron en la vereda de enfrente de la disco Le Brique tras ser echados por patovicas para cazarlo desprevenido; lo mató, precisamente, esa parte de la Argentina que cree que tiene el derecho de joder a quien no jode a nadie.
“Dale, cagón, ¡levantate!”, le gritó Thomsen a Báez Sosa mientras estaba de rodillas en el suelo, cuando comenzaba a morir por un shock neurogénico que poco después detendría su corazón. Luego, lo pateó en la cara. La marca de la suela de su zapatilla Cyclone de lona negra quedó literalmente en la cara de Fernando. La sangre de la víctima manchó el calzado, también manchó la ropa de otros acusados. La impunidad fue total. A Thomsen no le importó nada. Tras matarlo, se fue a comer una hamburguesa a McDonald’s. Otros imputados como Blas Cinalli festejaban la golpiza en sus chats grupales. A la mañana siguiente, cuando la casa que los asesinos ocupaban era allanada por el fiscal Walter Mércuri, las zapatillas ensangrentadas seguían ahí. Nunca las había descartado. Los peritos notaron sangre en el puño derecho de Thomsen. Lo hisoparon para encontrar tres perfiles genéticos distintos.
El crimen fue filmado por transeúntes, chicos que pasaban por la zona, lo que lo convirtió en un asesinato obvio, sin misterio, la muerte criminal mejor documentada de la historia penal reciente.
Pero a Báez Sosa nadie lo salvó.
Sus amigos fueron por él, intentaron defenderlo, pero Ayrton Viollaz, Blas Cinalli y Lucas Pertossi, condenados a 15 años como partícipes necesarios, se encargaron de repelerlos para garantizar el crimen. La Policía Bonaerense no estuvo. Dos efectivos de Infantería que debían controlar la cuadra esa noche declararon en el juicio que al momento del hecho intervenían en otra riña justo a la vuelta.
Juan Guarino, uno de los imputados, aseguró en el juicio que sus padres sabían del gusto de sus amigos por golpear gente y que él mismo no lo soportaba. Terminó con una causa en su contra por falso testimonio. Otros en Zárate que conocían a los acusados hablaron de “noches de ir a pudrirla” a la disco Apsara, una de las principales de la ciudad. “Constantemente”, agregaba poco después del crimen un chico local que los conoce: “Aparecía un problema por una chica y ya empezaba. No es por el alcohol. No me parece. A veces ni siquiera tomaban”. Había una sola botella de vodka en la casa que ocupaban en Gesell cuando la allanaron, una para diez.
Allí, en esas noches, se dedicaban a burlarse de Pablo Ventura, remero y estudiante de farmacéutica, un chico buenote que jugaba a la computadora y que tampoco se metía con nadie. Solía ser el blanco de sus bromas, de sus delires y palmadas en la espalda. Máximo Thomsen lo acusó del crimen mientras lo esposaban, incluso dijo que se apuraran para capturarlo porque se iría con su familia a Uruguay. Thomsen incluso llegó a decir que la zapatilla negra le correspondía a Ventura, que calzaba cuatro talles más que él.
Por esa mentira, Pablo terminó preso. Su familia se movió para exonerarlo. Pudieron probar con una cámara de seguridad de una parrilla de un restaurante de Zárate que, efectivamente, nunca estuvo allí.
Fernando Báez Sosa fue la primera víctima de los rugbiers. Pablo Ventura lo fue también. Ojalá algún día Pablo tenga alguna forma de justicia.
Federico Fahsbender para INFOBAE