El caso de Lucas González, asesinado por la policía en un contexto tan confuso como inadmisible, conmocionó a todos y volvió a poner sobre la mesa la discusión sobre el «Gatillo fácil».

17 años, el sueño de jugar en primera con Barracas Central, una familia, una vida. Todo eso quedó truncado en tan solo minutos por un accionar incomprensible de la policía y que ya no tiene vuelta atrás.

Lucas salía de entrenar con tres amigos, pararon a comprar un jugo y un auto particular los interceptó. La reacción de los chicos, la que seguramente tendríamos todos al pasar por una situación así, intentar huir de lo que parecía un intento de robo.

La reacción de los oficiales de civil, sin identificación, la que nadie que ejerce la fuerza pública debiera tener; ocho disparos directo a un auto ocupado por sueños adolescentes. Dos de los disparos impactaron en la cabeza de Lucas González.

Fueron unas horas las que pudo luchar para sobrevivir, no le dejaron opción. Lucas murió, con él la vida de una familia conmocionada y un nuevo caso que pone a la policía en la mira de una sociedad que tiene su contrato social, cada vez más incumplido.

38 años pasaron del primer caso de «Gatillo Fácil», la Masacre de Budge, cuando en la tarde del 8 de mayo de 1987, tres suboficiales de la policía, acribillaron a tres amigos que tomaban una cerveza en la zona de Lomas de Zamora.

La Masacre de Monte, la de Magdalena, Walter Bulacio, caso emblemático de violencia policial, Florencia Magalí Morales,Cristopher Rego, Pablo Alcorta, Silvia Maldonado, Claudio Adrián Sanchez y podríamos extender mucho más una lista que, lamentablemente, se cuenta de a cientos.

Una situación que preocupa, que casi 40 años después continúa y que en un contexto de crisis social, donde no se miden las palabras y menos se miden las acciones, pone al accionar de la policía en un lugar de riesgo.

La política, mientras tanto, lleva la discusión a niveles que nada tienen que ver con pensar en una formación y una capacitación para las fuerzas de seguridad con el objetivo de que cumplan su rol a la perfección.

No es pedir bala, ni hacer queso gruyere con quien realice un accionar delictivo. Pero tampoco es yuta puta. Extremar los puntos de discusión es tan peligroso como el accionar deliberado de las fuerzas, porque sin duda, una, es consecuencia de la otra.

El contrato social establece que cedo mi representación para poder mantener un orden y que acepto el uso legítimo de la violencia para hacer cumplir las normas, pero en este caso, la violencia es contra quienes necesitamos que nos cuiden, contra quienes buscamos convivir en orden, y el hecho, no hace más que destruir un tejido social que pende de un hilo y entra en un juego de desconfianza y peligrosidad social muy preocupante.