No es el mejor de todos por haber ganado: nuestro capitán es el mejor de todos por haber vencido. Revolución cultural detrás del ídolo imitable.
Por Belisario Fernández Funes Magíster en Comunicación
Profesor de Producción Discursiva de la Universidad Austral
Las construcciones colectivas de la figura del ídolo pueden tener matices según procedencia, pero hay una pauta que no muta: solo llego a amarte cuando me identifico, en serio, con vos. Cuando aspiro a comportarme como lo hiciste vos en situaciones similares que me tocan vivir a mí. Más terrenales, tal vez sin millones de dólares en juego, pero con un mismo nivel de impacto para mi vida.
Admiración e idolatría son cosas distintas. Lo segundo podría verse como culminación de lo primero; el admirado se consagra cuando se convierte en ídolo. A Messi lo admiramos desde hace rato: desde el triplete al Madrid en 2007 con 19 años, desde el frentazo a Van der Sar en la Champions de 2009 o desde su cuarto Balón de Oro en 2011 con tan solo 25 años (sí, un añito más que Mbappé ahora). Sin embargo, durante esos años, en su país todavía no parecía alcanzar. Bah, al contrario: lo alejaba de nosotros. Era el español que hacía todo allá pero nada acá y que nunca sería como el otro 10 que nos llevó a la gloria.
En la escritura de guión de ficción existe el recurso de incluir elementos en la narrativa con el único fin de dar forma a la idea final. Ese rol constituyeron las finales perdidas en el caso de Messi. Antes de resurgir, necesitaba exagerar la caída. Alemania y Chile bis fueron el incentivo para que personajes secundarios, por no decir extras, tuvieran argumentos de papel para patearlo y escupirlo cuando estaba en el piso. Y ahí, en el momento más doloroso, empieza el plot twist.
Me avisan que estoy estirando mucho la intro. Acelero redacción.
Messi dice basta en 2016 y arranca la reconstrucción de la historia más linda de todos los tiempos. Chicos, grandes, hombres, mujeres, futboleros y abstemios de la pelota. Todos le suplican que no se vaya. Las calles se movilizan, las redes colapsan. Hay unanimidad en el pedido. Le explican que no importa que no haya ganado pero sí importa que se dé por vencido. Pim, pum, pam al corazón. Messi y
el resto nos damos cuenta de que los derrocadores eran pocos pero con micrófono. Los que no teníamos micrófono solo queríamos que fuera feliz.
Viaje supersónico en el tiempo. Diciembre de 2022: Messi, Scaloni y un grupo de chicos que en su mayoría no son estrellas salen campeones del mundo. 7 partidos en 28 días concluyen con la fiesta popular más grande de la historia de nuestro país. Unas cinco millones de personas en la calle, con mínimos incidentes. Hay locuras individuales pero colectivamente se vive un día de genuina celebración. Familias enteras y grupos de amigos se insolan durante horas al grito de una única canción que invoca respeto a los pibes de Malvinas. No hay organización oficial pero se respiran ganas de no arruinarla. Si hacemos quilombo, empañaríamos la fiesta de los campeones y no queremos decepcionar a Leo. Es que sí, lo último que queremos es decepcionar a Leo.
Somos campeones después de 36 años. Argentina gana por la planificación y seriedad de un proyecto. No hay superstición, bidones ni mano de Dios. Tampoco un barrilete cósmico que se amaga a todos. Esto es nuevo para nosotros: tenemos al mejor de todos los tiempos pero todo el resto funciona a la perfección. Cada uno cumple su rol. Otamendi las saca. Enzo las ordena. Julián las mete. Dibu es Dibu. Hasta Chiqui aporta: ¿faltó aliento con Arabia? Tomá pa vos. Avión con bombos y alentadores seriales. Tenemos una conclusión: Messi solo no podía.
Me estoy quedando sin aire. Vuelvo un poco a la escritura adjetivizada y estirada.
Messi es el ídolo de sus compañeros por mucho más que su don para jugar como nunca nadie lo hizo. Eso genera admiración, pero de nuevo: todavía hay un abismo hacia la idolatría. Si no, miremos a su archirrival portugués: Serresiete es un animal del gol, un loquito que metió más de 800, pero ni en la selección ni en su club lo miman. Por el contrario, a Messi sus compañeros lo aman como muestra de agradecimiento a su sencillez y humanidad. Un desprevenido preguntaría: “¿Y por qué no sería humano, che? Tampoco para tanto”. A esos, atletas del sillón, ni les respondemos. O les decimos que lean esta columna (porfi).
Durante 30 años, los argentinos construimos nuestra identidad cultural a partir de la que hasta hoy fue la actuación individual más impresionante de la historia del deporte. Diego los goléo a todos y lo hizo por nosotros. Porque era más argentino que limpiar el mate con la bombilla. Nos devolvió la alegría y humilló a los ingleses, esos que nos habían quitado una parte de nosotros. Diego demostró
que con carisma y talento natural podíamos llegar a la cima de todo. No hacía falta la organización alemana ni la prudencia suiza. Con menos, y siendo atributos que el argentino trae de fábrica, podíamos regalarnos felicidad eterna.
Me voy del libreto y digo que el Diego era hermoso. O es, porque vivirá para siempre. Pero Diego no era imitable, literalmente hablando. Un Diego es hermoso. Diez Diez sería arriesgado. Mil no los podríamos controlar. 45 millones… se entendió la idea. Diego fue tan único que solo él podría ser así. No existen dos personas capaces de cenar con Freddie Mercury, bailar con Ronnie Wood, desayunar con Coppola y jugar como Diego. Si yo fuera Maradona viviría como él, decía Manu Chao. Pero por eso: solo si fuera Maradona. No si fuéramos nosotros los mundanos.
En cambio, Messi sí es imitable. Suena ridículo, pero hagan un esfuerzo para seguirme: más o menos puedo tener una vida similar a la de Messi. Esposa, hijos y un perro. Toma mate y juega al Uno. Abraza con los ojos cerrados y les sonríe a los nenes. No sabe sacar selfies y sale poco de joda porque si no después se duerme todo en un sillón. No dejaba frases célebres hasta que habló en rosarino y dijo andápayá. Es el mejor de todos los tiempos pero fuera de la pelota no es ningún extraterrestre. Desde la óptica maradoniana, Messi vive la vida más aburrida posible. Como la de todos nosotros.
Dos dioses mundanos. El primero porque se equivocó y pagó, pero la pelota no se mancha. El segundo porque se cayó y se levantó, ¿pero la familia siempre acompaña? Algo así podría ser la frase de despedida, Leo. Nos quisieron convencer de que por hablar poco no podía ser líder. Que necesitaba invocar más los huevos. Es verdad, ahora está más verborrágico. Nolepudoaséupa y que Van Gaal se deje de joder si solo tira pelotazos. Pero ojo, no nos engañemos: líder fue, es y será por su manera de ser y comunicar. Levanta una ceja y De Paul se baja del techo del colectivo. La mete Cachete y sus compañeros dejan de correr hacia el arco para volver a abrazarlo a él. ¿Entendés eso? Incluso en la máxima adrenalina e inconsciencia temporal, salieron campeones del mundo y volvieron para festejarlo con su capitán. Los cambios culturales requieren de revoluciones. Y acá vivimos la revolución Messi: hoy es canchero presumir a tu esposa, centrar todo en la familia e irte a dormir temprano. Abuela La La La La: los pibes comparten con los más grandes como muestra de respeto. Nuestro argentino modelo es ridículamente correcto. Al menos para nosotros, que eso es lo importante: no importa cómo nos ven afuera; nos importa cómo nos vemos nosotros.
Pasó desapercibido, pero lo repito: Messi acaba de dar forma a la historia deportiva más linda de todos los tiempos. No son los acontecimientos sino el orden. Mirá, juguemos a imaginar: debutaba en el Barcelona, ganaba una Champions, después triunfaba en la Copa América, ponele otra Orejona, al año se traía la Copa del Mundo y a los 27 coronaba con unos Juegos Olímpicos. Desde ahí hasta el retiro, algún que otro título más pero concluía su carrera con las cuatro finales perdidas. ¿Qué le iban a decir? Nada, si ya lo había ganado todo. Hubiera sido para varios el mejor que haya jugado. Pero no para todos: lo que lo hace el mejor de manera unánime es la narrativa plagada de valores disponibles para todos. Perseverancia, resiliencia y asimilación de la frustración. Todos valores que vos y yo podríamos tener. Pero que nos enorgullece que él tenga. Más fácil: Messi es el mejor de siempre porque bajó del cielo, se humanizó y decidió no rendirse. Tocó fondo y necesitó del empuje de nosotros para levantarse. Los mundanos consolamos en redes a un multimillonario y no tenemos dudas de que lo ayudamos.
Somos campeones del mundo en Qatar. Los 25 compañeros de Messi suben una foto a sus redes sociales dedicada exclusivamente a él. Le agradecen por dejarlos ser parte de su epopeya. Por robar un crédito en el capítulo final, o uno de los últimos. Hay algo hasta devoto, como si un milagro los hubiera puesto al lado de él. Angelito Correa anuncia que será padre y le pone Lía en su honor. Dibu Martínez dice que solo quiere ganar para… no, esperen. ¿Leyeron lo de Angelito? Nada de lo que enumere después va a ser más gráfico que eso.
Respiro, que se viene el cierre.
Messi y Scaloni nos regalaron una nueva representación cultural. Hay nuevas cualidades para asociar al argentino. Templanza, humildad y dedicación. Con nuestro estereotipo de siempre nos fue bien por un rato, pero vos y yo coincidimos en que hay margen para maniobrar. Un cuarto del país tiene menos de 16 años, el equivalente a la carrera de Messi. Es la alegoría de la caverna blanquiceleste: esos chicos y chicas solo conocen el nuevo modelo de ídolo. El ídolo que se deja imitar. Entre Platón y los 10 goles+asistencias en Qatar, me dejo llevar: ¿si lo imitáramos los 45.000 millones de argentinos? No sé, pero sí que compro. Ojalá que estemos ante la nueva Argentina de Messi